Conviene recordar la razón de la elección del tema de la Formación como transmisión de vida para el Capítulo General. Como en otros temas de la vida monástica (Padre Inmediato, papel del Abad), estamos bien convencidos del gran valor de lo que tenemos y de lo que debemos transmitir. En cuanto al tema de la Formación, la dificultad que constatamos en la formación de los candidatos que perseveren con alegría en la vida monástica, nos obliga a reexaminar la práctica de esta transmisión.
El valor central que ha aflorado en las conferencias que se han pronunciado en este Capítulo, implícita o explícitamente, como fundamento necesario para la transmisión de vida en la formación, es el de verdad.
El primado de la verdad aparece inmediatamente en el proceso de evaluación de los candidatos. Más allá de nuestro deseo de recibir candidatos y de prodigar misericordia en nuestra respuesta a su deseo de entrar, queda claro que es indispensable el discernimiento objetivo de la capacidad de los candidatos para llevar nuestra vida. Se le hace daño permanente a la comunidad, admitiendo a candidatos que no tengan aptitudes, y eo ipso sin vocación, para nuestra vida monástica. Asimismo, es potencialmente pernicioso para las personas que sean admitidas sin las cualidades requeridas.
La misma honradez debe guiar la manera en que presentamos el ideal monástico a los jóvenes. No somos una universidad, que ofrezca un programa de estudios superiores; no somos un centro de medios de comunicación social, que oferte un acceso ilimitado a internet y al teléfono; no somos la garantía de una vida cómoda o el cumplimiento de un deseo de poder. Somos una escuela del servicio del Señor y de las alabanzas del Señor, una escuela de auto trascendencia, en la que nuestro objetivo es llegar a una voluntad común, común entre nosotros y común con Cristo. Lejos de impactar a los jóvenes, esta honradez los atraerá. No han entrado en el monasterio para la fácil satisfacción de su deseo -en este sentido, el mundo de fuera les puede ofrecer más de lo que nosotros podemos- sino para recobrar su identidad como hijos e hijas de Dios en Jesucristo. Este Jesús les es, con frecuencia, desconocido cuando entran –hasta dónde llega su poder y su amor. Hemos de participar en transmitirles la “verdad que está en Jesús”, no tanto por la catequesis cuanto por la evangelización.
En esta formación inicial, se debe ayudar a los monjes y monjas jóvenes a descubrirse a sí mismos. Este autoconocimiento salvador se opera por medio de una dirección espiritual regular y por el siempre creciente don de sí mismo a aquél que es el Señor de nuestras vidas. Para que la dirección espiritual dé fruto, se ha de crear lenta y pacientemente una relación de confianza mutua. Con relación a la auto-donación, no debemos tener miedo de pedir a quienes están en formación todo cuanto el Señor pide de ellos. En el fondo, ellos lo sentirán no como un peso que les abruma, sino como un honor y una llamada a corresponder a la plenitud de su identidad espiritual. Aquí será importante que nosotros, los formadores, no impongamos un sacrificio, sino llegar a ver la magnanimidad que el Señor está pidiendo de cada persona para convocarlo a esa grandeza.
El compromiso con la verdad de la comunidad se expresa en su esfuerzo por llegar a una unidad cada vez mayor. Somos todos bien conscientes de que sólo una comunidad unida es formativa. La visión unida se construye y mantiene por la enseñanza del Superior, el trabajo de un diálogo comunitario continuo y por llevar una conducta coherente por parte de todos los hermanos y las hermanas. En este proceso son inevitables los fracasos, pero en sí mismos pueden ser productivos, toda vez que nos estimulan a gestos de perdón, a recurrir al sacramento de la reconciliación y a una experiencia renovada de que somos salvados, una y otra vez, por la misericordia de Dios. Cuando suceda así, el joven considerará el monasterio como “la casa de paz, diálogo y asistencia mutua”, que tiene derecho a esperar.
La contribución del Abad en todo este proceso es la fidelidad que manifieste en corresponder a la vocación monástica común. Él es un modelo de vida fiel: su relación para con la realidad Creativa y creada. Está imbuido de la profunda reverencia de Dios, un espíritu de honor que se extiende a todos los seres humanos, compañeros suyos, y de un bondadoso respecto y deleite en la creación de Dios. Este “temor de Dios” cada vez más profundo, que se basa en la fe de quién es Dios y quién es él, le hará superar obstáculos tales como el favoritismo y orgullo, haciéndole vencer la tendencia al desánimo y a la autocompasión. También le capacitará para tomar difíciles pero necesarias decisiones con compasiva objetividad. Es aconsejable que él mismo encuentre un consejero espiritual, dentro o fuera del monasterio, en cuya compañía y amistad pueda ir descubriendo y aceptando cada vez más la verdad de su propio yo.
Todos estos aspectos de verdad nos llevan a la vivencia litúrgica, a la constante alabanza de Dios que nos creó y nos recrea nuevamente cada día según el diseño del hombre verdaderamente humano y divino, Jesucristo. Nos reunimos diariamente en la liturgia para declarar: en Él hemos conocido la verdad y la verdad nos ha hecho libres.
Bernardo Bonowitz, OCSO
Novo Mundo